La alegría, primera consecuencia de la Pascua

La alegría, primera consecuencia de la Pascua

Mis queridos feligreses:

Hemos vivido con intensidad los días de cuaresma como preparación a la Semana Santa y a la Pascua. Una vez más, como es habitual en Huéscar, se han armonizado bien las celebraciones litúrgicas y la piedad popular. Nuestros templos se han visto llenos para celebrar el Santo Triduo Pascual, al igual que nuestras calles para ver los desfiles procesionales, que han convertido a nuestra Ciudad en una Jerusalén en la que hemos contemplado, avanzando por la calle de la Amargura, camino del Calvario, a Jesús junto a su Madre Santísima, San Juan Evangelista y las Santas Mujeres.

Son muchas las personas a las que he visto mover sus labios musitando una oración al tiempo que la mirada se clavaba en la imagen de Cristo o de la Virgen en sus distintas advocaciones y misterios. Sí, hemos conmemorado la entrega de Jesús a la muerte recordando también que hoy Jesús sigue muriendo en tantos sufrimientos propios y ajenos como padecemos. El paro que lleva a muchos conciudadanos nuestros a vivir auténticos dramas familiares; las enfermedades, que cuando son incurables y afectan a los más jóvenes suponen una auténtica tragedia; el fallecimiento de los seres queridos, que es siempre una herida en el alma. Por no hablar, hermanos, de lacras sociales como son la violencia ejercida contra la mujer, la droga, el aborto, las rupturas matrimoniales, que tanto sufrimiento, angustia y amargura causan; o las guerras en los países del tercer mundo, y los desastres naturales como el acontecido recientemente en Japón que ha causado miles de muertes y una catástrofe nuclear de la que todavía no conocemos su alcance.

En el orden de la fe, los católicos españoles estamos sometidos a la dictadura laicista de una minoría que copa los medios de comunicación desde los que crean un ambiente de auténtico hostigamiento, que a veces se convierte en persecución hacia la Iglesia. Muy cerca de nosotros tenemos el caso de la profesora de religión del Instituto de Secundaria de Zujar, que se vio obligada, por la exigencia de unos compañeros, a retirar un crucifijo y una imagen de la Virgen de su espacio de trabajo en el Departamento que compartían. El ataque a los universitarios barceloneses que acudían a misa, el boicot a una visita del Cardenal Rouco a la Universidad Autónoma de Madrid, los diversos ataques a iglesias, como por ejemplo a la de Majadahonda, también en Madrid, en la que robaron el Sagrario y prendieron fuego a la puerta. O la repugnante actuación, en la Universidad de Valladolid, del actor Leo Bassi, organizada por el Ateneo Republicano de Valladolid, en donde escenificó un nauseabundo espectáculo en el que, disfrazado de Juan Pablo II, se mofó cruelmente de su enfermedad e invalidez además de “consagrar preservativos” para repartirlos entre el público simulando distribuir la  sagrada comunión. (Fuente: www. Hazteoir.org)

Para muchos periodistas y comentaristas de la vida pública los cristianos somos un residuo histórico que hay que eliminar. Quizás no lo digan abiertamente, pero la burla y el desprecio con que tratan todo lo referente a la Iglesia Católica, y especialmente al Papa, así lo hace pensar. A veces uno se sorprende y se espanta al descubrir cuánta sevicia y odio acumulan estos “modernos” anticlericales contra la Iglesia de Jesucristo.

Pero todo lo anterior son los coletazos del pecado. El pecado, sí, aunque a muchos les suene ridículo, el pecado es lo que está en el origen de todo el mal que en la naturaleza y en el hombre hay, incluida la muerte. (Cfr. Ro 6,23) Y ese pecado es lo que ha sido vencido con la Resurrección. A través de las llagas de Cristo resucitado podemos ver con ojos de esperanza el fin de estos males que afligen a la Iglesia y a la humanidad. Resucitando el Señor no ha eliminado totalmente el sufrimiento y el mal del mundo, pero los ha vencido en la raíz con la superabundancia de su gracia. “A la prepotencia del Mal ha opuesto la omnipotencia de su Amor; y como vía para la paz y la alegría nos ha dejado el Amor que no teme a la Muerte. Que os améis unos a otros - dijo a los Apóstoles antes de morir – como yo os he amado”. (Benedicto XVI) No nos salvará, aunque pongamos en ello nuestra esperanza, la política, ni las organizaciones internacionales con sus pomposas declaraciones, sólo el amor puede salvar, si amamos como Jesús, si amamos al prójimo como a nosotros mismos. Tal es la fuerza de la fe pascual. Cristo ha resucitado y la vida ha adquirido una nueva dimensión.

La verdadera vida no es la prolongación de esta existencia terrena. Si la medicina alcanzara a curar todas las enfermedades que causan la muerte y de pronto pudiéramos vivir para siempre en esta tierra tal como la conocemos, la vida se convertiría en una condena peor que la misma muerte. La vida que Cristo nos conquista comienza a partir de la muerte, en una eternidad en donde la existencia alcanza la plenitud a partir de que termina nuestra existencia terrena. Y para el final de los tiempos queda nuestra propia resurrección, para el día del regreso de Nuestro Señor Jesucristo, queda la transformación de este cielo y esta tierra en unos cielos nuevos y una tierra nueva, en donde no habrá ya muerte ni llanto porque el mundo viejo habrá pasado (Cfr. Apoc 21,4). Y de esta certeza brota la oración de la Iglesia: «Por Él (Cristo), los hijos de la luz nacen a la vida eterna. Y las puertas de los cielos han vuelto a abrirse para los que creen en Él, ya que en su muerte murió nuestra muerte y en su gloriosa resurrección hemos resucitado todos. Por eso, con esta efusión de gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría.» (Prefacio Pascual) Algo se desborda cuando el recipiente no tiene capacidad de contenerlo, así nosotros, no tenemos capacidad de contener nuestro gozo y alegría y, superados por la misma, la expandimos a nuestro alrededor. Contagiad de contento a nuestro pueblo de Huéscar, que será el mejor testimonio y el más creíble de que Cristo no está muerto, que vive, y vive para siempre a la derecha de Dios Padre, y con nosotros y por la Eucaristía en la comunidad de fe y amor que es la Iglesia. Porque como bien nos recordó el Papa Pablo VI “la obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio”.

En esta Pascua, el 1 de mayo, hemos vivido el gran acontecimiento de la beatificación del Papa Juan Pablo II. Benedicto XVI con su autoridad apostólica declaró oficial lo que hasta ahora era una íntima convicción de todos los fieles, que Juan Pablo II por la grandeza de su fe y la coherencia de su vida, sirviendo a la Iglesia y al mundo como sacerdote, obispo y papa, goza ya de la gloria de Dios. Jesús dijo quien pierda la vida por mí y por el evangelio la ganará, así se cumple en todos los santos y se ha cumplido en Juan Pablo II, perdió la vida por los caminos del mundo anunciando el evangelio, y el Señor se la ha devuelto en plenitud cuando terminó el curso de su vida mortal. No sólo fue el Papa de los jóvenes, fue el Papa de todos: de los niños, de los jóvenes, de la familia, de los ancianos y, muy especialmente, de los que sufrían por cualquier causa o razón; fue el Papa de la verdad, el Papa que no tuvo miedo a proponer la doctrina inmutable de Cristo, el Papa que nos dijo que no nos dejáramos vencer por las tribulaciones del mal. Que desde el Cielo ruegue por nosotros, por nuestra Parroquia y por toda la Iglesia a la que él amó con pasión y sirvió con heroísmo en la salud y en la enfermedad.

¡Feliz Pascua de Resurrección!

Antonio FAJARDO RUIZ, Párroco

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